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Mi cuerpo no quiere tu opinión

  • Por Noelia Orofino |En Twitter @OrofinoN
  • 12 jul 2017
  • 4 Min. de lectura

Me levanto y prendo la tele como todos los días para ver la temperatura y saber que ropa ponerme. El borde inferior derecho de la pantalla marca 25 grados a las nueve de la mañana, por lo que en un par de horas, calculo que medirá más de 30. Y yo ya sufro. No porque odie el calor, de hecho lo amo, sino por lo que significa salir a enfrentar mi día con poca ropa.


-Si me pongo un vestido me lo pueden rozar y levantarlo fácilmente en el tren. Si me pongo pollera me puede pasar lo mismo y encima tengo que ponerme una calza debajo para que nadie me espíe mientras subo las escaleras del subte. Si me pongo una calza y no uso remera larga me van a mirar como a una puta. Pero si me pongo un short se me va a marcar mucho la cola y también tengo que ponerme una remera que me tape, para no sentirme incómoda- pienso, con bronca y sin entender por qué tengo que estar analizando esto cada día, en vez de ponerme lo que se me ocurra y salir de mi casa.


Y todos los días confirmo lo mismo: No importa lo que me ponga, cuan tapada o protegida me sienta o si es invierno o verano. Las miradas y las palabras ajenas que a lo largo del día se penetran en mi cuerpo me hacen sentir totalmente desnuda e indefensa.


Con esa resignación y ese pensamiento en mi mente, salgo a la calle, mi ceño ya está fruncido y yo a la defensiva.


Ese tipo que viene atrás mío ya me pone nerviosa, viene muy pegado, acelero y me alejo. Noto después que ni me había registrado, sólo estaba tan apurado como yo. Es que el “por las dudas” actúa primero siempre.


Paso por la remisería y noto como las cinco miradas de los que están sentados en la vereda me escanean de arriba a abajo y esperan a que mi cola se aleje para terminar de hacerlo. -Algún día voy a mandarlos al carajo- pienso, y a la vez agradezco que al menos no hayan abierto la boca.


Estoy llegando a la obra en construcción. Ya imagino lo que se viene y en mi mente trato de adivinar cuántos albañiles van a dedicarme una frase hoy.


“Hola mamita”

“Mirá lo que sos rubia”


-Bueno, podría haber sido peor- pienso, y lo uso como consuelo para seguir mi camino.


Paso por el lavadero de autos y el juego mental es el mismo -¿Cuántas cosas me dirán hoy?- y lo que sigue es rutina: Paso, se codean, tiran frases, se felicitan entre ellos, y ahí estoy yo, con la mirada clavada en el suelo, tratando de apurar el paso lo más que pueda para alejarme de una vez de esa interminable esquina y de esas interminables cinco cuadras que separan mi casa de la estación.


Veo venir el tren llenísimo, y vuelvo a sufrir. Subo y trato de acomodarme estratégicamente para no quedar delante de ningún hombre, y si es así, clavo los codos hacia atrás, pero tampoco me siento segura. Otra vez el “por las dudas”, como siempre. Veo como el tipo que tengo al lado se acerca a la chica de adelante, y para evitar un mal momento, me hago la tonta y lo empujo acomodándome. Es que para otra mujer, no hay nada mejor que la ayuda de otra mujer.


Bajo del tren y me dirijo al subte, si el tren estaba lleno, el subte ni te digo. Mientras subo escucho a una mujer quejándose porque un hombre la apoyaba, cosa de todos los días. ¿Sabés qué es lo peor? Que nadie dice nada, y la loquita que se levantó malhumorada es ella, claro.


Mientras bajo del subte, siento que atrás mío un hombre empieza a increpar a otro por la forma en que me miraba. Y eso se siente como que te pongan un abrigo cuando una mirada te intimida tanto que te desnuda. Y le agradecí, y les agradezco a esos hombres que se dan cuenta que el mundo en el que tenemos que (sobre)vivir las mujeres está totalmente jodido. Pero no se ilusionen tanto, porque de tantas, esa fue la única vez que alguien me defendió.


Pasó apenas una hora desde que salí de mi casa, una hora con tanta intensidad que en realidad parecen mil. Apenas son las 10 de la mañana, y todavía hay un largo día por delante. Seguiría contándote en detalle como sigue, pero como lamentablemente habrás notado, relatar una hora de mi vida ya me alcanza para mostrar el calvario que vivimos las mujeres todos los días de nuestras vidas.


Si sos hombre estarás pensando que exagero y que un piropo no es para tanto. Y ahí está el problema, el acoso callejero no es piropo. No necesito que nadie me diga lo buena que estoy o lo fea que soy. No necesito tu halago, de hecho ni siquiera lo es, porque no te conozco y nunca te permití hablarme.

Tu acoso me hace sentir inferior a vos y mi vergüenza y mi nula reacción te hacen sentir dueño de mí, dueño de mi paso. Y yo no puedo reaccionar. No puedo hacer nada. No puedo contestarte, porque tengo miedo. Porque prendo la tele y veo que una piba insultó a su acosador y se comió una piña en pleno Caballito, porque cambio de canal y veo que subieron a otra a un auto porque hizo lo mismo.


Y lo único que me queda para convencerte, a vos hombre, es que pienses que en mi lugar, puede estar tu mamá, tu hermana o tu hija.


¿Seguís con ganas de gritarme algo?



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